Nunca había
entrado a un bingo. Me impresionó, me impresioné. Primera impresión: sentí que
estaba en una película de ciencia ficción. En segundos pasé de un paisaje gris
de zona estación de trenes a uno que estalla en colores y sonidos. Estalla y estalla
continuamente. Es todo muy raro, toda la gente está conectada a una máquina de
colores, tranquila, ida de si pero hacia dentro de la máquina. La sala está
llena de tipos de seguridad que cuidan de ó a esta gente ¿?
Cada máquina
tiene un cuerpo conectado, sospecho que esto debe ser una especie de terapia
intensiva. Estas máquinas dan soporte de vida. Espero que no se corte la luz. Acá,
como en los criaderos de gallinas, no es de día ni de noche. Siempre es buen
momento para apostar aquí y para comer en el criadero aviar.
Recorro las
salas, todas están llenas de gente conectadas a máquinas. Su actividad es
apretar unos botones, para indicar que están vivos. Cada tanto alguno se
distrae o se muere y suena una alarma. Estos eventos se festejan. Sigo
recorriendo y veo más y más gente conectada a máquinas. La situación me
angustia. Yo me siento cada vez peor, pero la gente conectada parece estar al
menos estable. Estable puede ser mucho.
¿Quién tiene razón? Yo me la doy de pensador, pero la
angustia me achata el pecho. Esta gente tiki tiki el botoncito, pueden pasar
días así… ¡Ma sí! me siento frente a una máquina. Saco toda la plata que tengo
en el bolsillo y llamo a la piba que ayuda a los viejos conectados (debe ser
enfermera): -Señorita, no sé como es, pero por favor cárgeme todo esto en esa
máquina. Me apoltrono y empiezo a apretar botonitos, decidido a darme máquina
hasta que viva, hasta que ame o hasta que muera.
Enrique Spinelli, 2016.