miércoles, 7 de marzo de 2012

Patio de malvones

Otra mudanza. Otra vez me encuentro en una casa en blanco. Bueno, en realidad, no tan en blanco, no tan sin vida. La recorro e intuyo su historia; reconozco territorios de niños, territorios de comida, de mate y de intimidad. Las huellas y la mugre localizada me permiten conocer donde estaban los muebles, por donde se vivía fuerte y por donde apenas se transitaba.

La casa no está muerta pero si dormida, inconsciente. Esta sensación cambia cuando llego al jardín. Allí encuentro, alineaditos en un cantero, un prolijo grupo de malvones que parecen preparados para una requisa, tal vez temerosos de que la nueva dirección imponga cambios botánicos drásticos. Estos malvones son una isla de vida inmersa en un indiferente y sórdido yuyal.

Me quedo un rato husmeando la memoria de la casa y me voy completo de sensaciones propias y apropiadas. Regreso el día siguiente con ganas e instrumentos de limpieza. Salgo al jardín y advierto que ¡hubo fiesta! Los malvones estallaron en semillas, en flores, en colores y en aroma. Es sólo aroma a malvón, el único que saben producir estos malvones, pero ese olor se interna en mi memoria y me conduce a una iglesia. Allí soy un pibe chiquito de la mano de mis padres, caminando lento por el lateral de los santos.

Mi mamá enciende una vela, mi papá va al confesionario y yo me quedo mirando velas y flores. En un florero hay unas flores coloradas con una fragancia muy particular, que dispara mi imaginación y me lleva a verme adulto, padre, iniciando una casa con patio de malvones.

Enrike 2012.